martes, 9 de junio de 2009

Viaje al ojo de un caballo entre los menos vendidos

[TRAS LA FERIA: Dossier de prensa elaborada por Artemisa Ediciones].


Me lo decía mi tía Patro, "Hijo, tú, no seas segundón nunca, ni en lo malo". Se refería a que incluso para ser de los últimos de la clase no vale conformase, hay que ser de verdad el último, el que menos, una forma de ser el que más. Por eso se inventaron los premios a las peor vestidas, los antióscars y demás distinciones a la baja. Y resulta que Viaje al ojo de un caballo, el libro que dio origen a este blog, es uno de ellos, de los peor vestidos, de los antibestsellers, todo un worstseller, vaya.

Por eso, en la mesa redonda que se celebrará el jueves en la Feria del Libro de Madrid, junto a los editores de otros sellos que también tienen libros infraventas, y junto a la crítica Eva Orúe, de círculo de iluminación, divertinajes, especialista en pequeñas editoriales (que es como un biólogo especializado en hongos, esto es, un micólogo), intentaremos dar con el secreto que se esconde detrás de todo worstseller.

Yo voy en calidad de autor, y los editores hablarán cada uno de su peor vendido. Mirando la lista, Viaje al ojo de un caballo no está en mala compañía, ni mucho menos. Prefiero no caer, sin embargo, en vanos consuelos como pensar que la calidad no vende, que lo comercial generalmente es malo, etc. No creo que sea cierto. Lo que lleva a un libro a convertirse en un bestseller no parece muy claro, aunque la editorial en la que se publica influye mucho, claro está. Yo siempre pienso que los que están ahí arriba están por algo, que algo tendrán, más talento o calidad, y asumo sin mayores problemas mi condición de worstseller, sin tampoco hacer malditismo de ello, por otra parte.

Mis compañeros de mesa tendrán mucho más que decir al respecto, pero a mí me parece que la razón por la que no se venden libros es simplemente porque se publica mucho y cada vez por lo general se lee menos. O se lee de forma jerárquica, piramidal, se lee mucho una serie limitada de libros, se deja sin leer una lista sin fin de títulos. Entonces, si cada vez se lee menos, o bien, cada vez se lee de forma más limitada, ¿qué sentido tendrían las pequeñas editoriales, un fenómeno de proliferación que no cede pese a la crisis? (Véase la entrada en este blog sobre "Microeditoriales").

Antes las editoriales publicaban para que se leyera. Ahora publican porque se escribe. Me explico: el polo que sostiene el fenómeno de las pequeñas editoriales no es tanto el de la recepción, el lector, como el de la emisión, el autor. Hay muchos autores, muchos egresados de facultades y talleres, gente muy preparada que tiene textos de calidad en sus cajones, y este volumen de producción genera una necesidad de publicación. Ahí entra el editor, un entusiasta, una especie de archilector, por su vehemencia lectora, un convencido de que éste o el otro texto tiene que salir. Y pasa lo que pasa, que ya no se publica para que se lea, sino que se publica porque se escribe. Por eso las ventas (pero no sólo en los worstseller, aunque nosotros seamos un poco la punta del iceberg, es decir, el punto más oscuro y recóndito de la sima), las ventas son mínimas. De hecho, según esta hipótesis, serían innecesarias, sólo haría falta que el libro estuviera escrito y que el editor lo leyera con entusiasmo.

Nosotros, los escritores de worstsellers, necesitamos al editor entusiasmado y generoso, porque de lo contrario nuestros libros no se publicarían. Luego los libros acaban acumulando polvo en los almacenes de la distribuidora en cuestión de días, y del cajón viven un tránsito breve aunque más o menos fulgurante hacia el polígono industrial. Eso a nosotros ya no nos compete, ya tenemos el ISBN, la presentación, quién sabe, quizá alguna que otra reseña.

Y los lectores, ¿dónde quedan en todo esto? Pues aparte de la ventaja que podría suponer para ellos la enorme variedad donde elegir (aunque sea un problema porque se pueden sentir aturdidos o intimidados por tantas opciones), las pequeñas editoriales son para los lectores una especie de viveros gracias a los cuales quizá algún autor acabe engrosando la cima de la pirámide, es decir, el worstseller de hoy puede ser la base para un bestseller del futuro. Nuestros libros y nuestras editoriales son como los microorganismos que garantizan la existencia de la cadena trófica; tenemos que existir, aunque seamos prácticamente irrelevantes, para garantizar la existencia de los grandes felinos en la sabana. Y desde aquí abajo, ¡cuánto se agradece que gente como los editores de esa mesa redonda, gente como Marian y Ulises, la Diosa y el Héroe de Aremisa ediciones, se fijaran en nostros con su entusiasmo y generosidad.

***************

Unas palabras aparte, que luego me dicen que siempre me despido a la francesa:
La entrada Yo tenía un blog en Mongolia pone fin o broche al blog. Allí explico más o menos por qué. Luego, tras visitar la exposición sobre Darwin en el Natural History Museum, me salió el texto de los arrendajos, y sin saber muy bien qué hacer con él, lo colgué aquí porque creo que responde a la forma y al espíritu de estas entradas. Ahora, con la participación de Viaje al ojo de un caballo en la Feria '09, se pone también un fin o un broche.
Gracias a todos los que me habéis visitado.

lunes, 2 de marzo de 2009

LAS CUATROCIENTAS VOCES: DARWIN Y CÓMO MATAR DE TRASCENDENCIA UN ARRENDAJO

El título alocado de estas líneas hace referencia a un hecho curioso. Empieza con un equívoco, y es que no fueron las distintas variedades de pinzón de las islas Galápagos lo que hizo a Darwin empezar a darle vueltas a la teoría de la evolución, sino los distintos tipos de cenzontle. También llamado sinsonte, y cantado entre otros por Silvio Rodríguez, este pájaro vistoso debe su nombre nahua al hecho de que imite las voces de otros pájaros y mamíferos. El pájaro de las cuatrocientas voces, ésa es la etimología de cenzontle. Es decir, el pájaro que le dio la pista a Darwin sobre la polifonía de la forma en el mundo natural, el hecho común de la biodiversidad bajo pautas de economía morfológica, especialización genérica y herencia genética, es un pájaro que a su vez es todos los pájaros, las cuatrocientas especies con sus trinos que caben en la memoria especializada del nahua que lo nombra. Darwin sabía de qué hablaba cuando oía un cenzontle. Nosotros, con la historia de los pinzones, hemos acabado por liarlo todo un poco.
El cenzontle o sinsonte vive en América, y uno de los caminos que llevaron a Darwin a su famosa teoría está esbozado ya en el diario del viaje del Beagle, varias décadas antes de que formule, o al menos de que publique, El origen de las especies. En sus paseos de exploración por la Patagonia recogiendo fósiles, Darwin se da cuenta de que las especies ocupan en todos los continentes nichos jerárquicos, niveles de uso especializado de los recursos existentes. En todas partes hay un felino de tamaño medio, un cuadrúpedo de tamaño grande, un carroñero volador, una rapaz que depreda pájaros más pequeños, etc. Porque si no lo hay, la evidencia de los fósiles demuestra que lo hubo. Y eso lo descubre Darwin para el caso de América cuando encuentra el primer fósil de un antepasado del caballo. Pues bien, el nicho que el sinsonte ocupa en América, el de un pájaro de tamaño pequeño-medio que imita el canto de los otros pájaros y utiliza esa destreza para subsistir, lo ocupa en Europa el arrendajo, o más aproximadamente, por tamaño y por familia, la calandria.
Que en mayo era por mayo, cuando hace la calor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor, así comienza el famoso Romance del prisionero, uno de los más conocidos en la tradición hispánica, y toda una lección de etología en sus versos iniciales. El primer traductor del famoso libro de Harper Lee, To Kill a Mocking Bird, parece ser que se dejó llevar por este comportamiento engañoso de los mímidos, y también confundió la calandria con el ruiseñor, dando pie a un título ya incorregible, Matar a un ruiseñor. Por supuesto, la sonoridad y las connotaciones que tiene este título superan las que podría tener otro más literal como Matar a una calandria, y más todavía que las del científicamente pertinente, Matar a un sinsonte, en Hispanoamérica, o Matar a un arrendajo, en España.
El arrendajo es el pájaro que arrienda, es decir, imita a otros pájaros. Exactamente igual que mocking bird, el pájaro que se burla, mock, de otros pájaros, pues los engaña con la copia de su canto. Su presencia en la lírica popular estadounidense aparece bien atestiguada en la música pop, por ejemplo, desde Tom Waits a Michelle Shocked: Hush, little baby, don’t you say a word, Mamma’s gonna buy you a mocking bird. No le valió al pajarillo su facilidad para el disfraz canoro, sin embargo. O quizá sí: imitó tan bien el canto de un ruiseñor, que se coló como tal en las estanterías de los lectores hispanohablantes. Seguiremos hablando de pinzones para explicar la teoría de la evolución y nos imaginaremos a Gregory Peck como amigo de los ruiseñores en la versión cinematográfica del libro de Harper Lee, pero Darwin estuvo mucho más atento.

viernes, 4 de julio de 2008

“Yo tenía un blog en Mongolia…

“Yo tenía una granja en África…”, así, con la sección de cuerdas de alguna filarmónica a todo trapo y grandes tomas cenitales sobre la sabana, un espacio sin límites para el alma reprimida de una aristócrata danesa. Yo tenía un blog en Mongolia, otro espacio inabarcable para la reprimida sensibilidad de quién. Nunca entro en otros blogs. Y cuando lo hago es porque han entrado en el mío, una concepción quizá trasnochada e insuficiente de la solidaridad. El blog es un espacio muy parecido al del poema: el lector entra en él buscando identificarse, hacer suya esa experiencia o percepción que por su naturaleza y forma es, con cada nueva lectura, no sólo repetible sino apropiable. Muchos de los comentarios a las entradas en los blogs hablan de eso: a mí también me pasó, yo sé cómo te sientes. Y yo, que he dejado la poesía, uso este recinto quizá de forma espuria, pervirtiendo el espíritu del blog, lo que explica la solidaridad bracicorta a la que me refería antes. Los blogs que aparecen recomendados a la derecha fueron sugerencia de quien me diseñó éste. Apenas he entrado alguna vez en uno o dos de ellos; muchos no sé ni de quién son ni de qué tratan. Yo, la verdad, debería dedicarme a otra cosa. Somos tantos los licenciados en filología, tantos los que han pasado por talleres de escritura, tanta la gente a la que no le llega la camisa al cuerpo, el cuerpo al mundo, que acabamos desbordando nuestros cajones, las pequeñas editoriales en las que publicamos, los blogs que abrimos o nos abren y ya están saturados de nuestra (in)solidaridad. A veces me sorprende ver que alguien ha pasado de puntillas por este espacio del que tan ilegítimamente me he apropiado. Veo sus huellas en la arena como Robinson Crusoe y me asusta, como a él, lo lejano de esa presencia: huellas desde lugares recónditos en los que nunca he estado y a los que nunca iré. Huellas anónimas en la arena a las que no pondré nunca el nombre de Viernes, el día de hoy, pues pertenecen a gente con nombre y apellidos. Por eso, antes de que lleguen los caníbales, vendo las cabras y apago el fuego. Suenan las cuerdas, el viento mueve la alta hierba… Y antes de que llegue la antropofagia del melodrama (siempre con tanta hambre), el rictus impostado de Robert Redford, la lágrima furtiva y el rodillo de los créditos, digo aquellas palabras mágicas de la mente reprimida y revisionista, enferma de melancolía: “Yo tenía un blog en Mongolia…

jueves, 3 de julio de 2008

La libertad, amigo Sancho

“… pero, ¡qué bueno morir tocando la libertad!”. Lo dice Ingrid Betancourt al referirse a las peligrosas circunstancias de su liberación junto a otros rehenes de las FARC. Y recuerda aquel parlamento de don Quijote a Sancho, la libertad, amigo Sancho, es el bien más preciado del hombre, y por él merece la pena dar, si hace falta, hasta la vida. No son las palabras exactas porque cito de memoria. Y seguro que la memoria ha ayudado a esos rehenes que ya respiran el aire libre a resistir tantos años. A los torturados y secuestrados les ayuda recordar cosas y momentos para aislarse de la circunstancia impuesta de su presidio. Uno canta mentalmente todas las canciones de los Beatles para abstraerse, otro recita en la bóveda de su cráneo poemas de amor para espantar el odio. San Juan de la Cruz habría escrito el monumento que es el Cántico espiritual sobre la cal de su memoria, sepultado entre las cuatro paredes calcáreas en las que lo encerró el celo de la ortodoxia. ¿Y qué recordaría Cervantes en su cautiverio mientras era sometido a quién sabe qué tipo de vejaciones, incluso si se daban entre el lujo, los cojines, las rumorosas fuentes? Muy mullido no tenía que ser ese entorno cuando arriesgó la vida varias veces, como hizo Ingrid Betancourt, para escapar. Para los secuestrados en las selvas de Colombia la memoria era la radio, las voces de sus familiares a una hora temprana, antes de que levantara el día con su certeza impuesta, en ese tiempo o duermevela en el que todo parece posible. Me imagino el repentino tronar de la selva como un aviso de rotundidad, con todo el peso de ese estruendo diciendo que hoy tampoco serían libres. Por supuesto que hay mucha gente secuestrada, muchas selvas y zulos que no lo parecen por el mundo. Muchas mujeres secuestradas por sus maridos, hombres secuestrados por sus mujeres, padres secuestrados por sus hijos, hijos secuestrados por sus padres. El síndrome de Estocolmo, que no ha colonizado la mente de Ingrid Betancourt, se extiende por todas partes con la universalidad de una plaga y el dudoso pretexto del amor. Pero secuestrar a alguien con el pretexto más dudoso todavía de liberar una idea más grande, como alimentar con sangre ajena el dudoso árbol de una idea mayor, eso no es un síndrome, sino un delito, y como tal tiene que ser contemplado. A veces cruzamos la ciudad recitando un poema mentalmente, subiendo una ladera nos asalta un pensamiento que leímos hace mucho tiempo, una canción resuena dentro de nuestra cabeza en la ebriedad o turbiedad de la noche, depende de los días. Nos religamos al idioma en esos momentos, a la vida y a la especie. Son pequeños ejercicios espirituales, pequeños simulacros de una memoria que nos salve, nos diga cosas como que la libertad amigo sancho o mi amado las montañas.

martes, 1 de julio de 2008

Ebria de polen y de atrevimiento

Drunken and overbold, así describe en un poema Robert Browning a la abeja, ese animalito del que tantas cosas hemos aprendido y, según parece, todavía tantas tenemos que aprender. Aunque si escribiera hoy desde los Estados Unidos, quizá Browning le pondría otros adjetivos al insecto, stressed and overworked, estresada y hasta arriba de trabajo: millones de ellas son llevadas en camiones cada año para polinizar almendros y otros cultivos a lo largo y ancho del país. Tanto trajín las está afectando, alterando sus ritmos de sueño, sus coordenadas vitales, y si a esto le sumamos la agresividad de muchos pesticidas que no distinguen los buenos de los malos entre los insectos, se produce el abandono inexplicable y masivo de las colmenas. Como los niños de Hamelín, las abejas de repente desaparecen de la ciudad, sin dar un ruido, convocadas por una llamada misteriosa que no deja atrás ni la muleta aquella del niño cojo: idas en un abrir y cerrar de ojos. La misma reseña de la que extraigo esta información [A World Without Bees, libro de Alison Benjamin y Brian McCallum] recoge en uno de sus titulares algo sorprendente: Einstein predijo que si se extinguieran las abejas los seres humanos no durarían ni cuatro años sobre la Tierra. El efecto tantas veces mencionado de una mariposa batiendo las alas en el hemisferio sur y provocando un cataclismo en el norte no sería nada comparado con una deserción en masa de la abeja Maya y sus congéneres. Los humanos solemos preocuparnos por animales más grandes y de aparente mayor rareza, las campañas de protección de la naturaleza adoptan osos o tigres como mascotas, y bautizamos, con singular ombliguismo antropomórfico, a unas y a otras especies con rasgos nuestros: el perezoso, el diablo de Tasmania, el del rey de la selva. Pero es otra reina (y nos la estamos cargando al estresar a su séquito) la que verdaderamente ostenta la posición de prominencia para nuestra especie en la pirámide animal. Porque también el néctar que las abejas producen puede acabar siendo nuestra Némesis, y vamos todos como locos mirando las etiquetas de los tarros de miel, no vaya a ser miel impura, recolectada cerca de Chernobil, por ejemplo, o no lo suficientemente lejos. Pero los cánceres que nos asedian no llevan etiqueta y el aire no conoce filtros ni puertas tiene el campo. El animal morfológicamente más alejado del hombre (aunque nos recuerde tantas cosas su comportamiento), cuyo vuelo y cuya vida podemos interrumpir con un simple manotazo, puede a su vez encerrar nuestra salvación y ser nuestra condena. Conviene no olvidarlo. El poema de Browning, por cierto, se titula “La popularidad”, y en él tiene un papel estelar otro animalito aparte de la abeja: el múrice, una especie de molusco de cuya sangre se extraía un tinte natural de color azulado. La ciudad de Tiro, en el Líbano, fue famosa en la Antigüedad por sus múrices. Entre Chernobil y Tiro, dos ciudades marcadas por el azar y la desgracia, entre el dorado y el púrpura, vamos atravesando el mundo con un séquito de abejas.

Casi como ese único alfiler de oro
que fulge en la matriz secreta de la campanilla,
y que, llegados tiempo y plenitud de ardores,
le llevará la abeja en un rumor al zángano,
ebria de polen y de atrevimiento
.

sábado, 28 de junio de 2008

Turguéniev y el mundo animal

Acabo de terminar La reliquia viviente, una selección de los cuentos de Turguéniev. Lo ha editado, en traducción de Fernando Otero, Atalanta, puesta en pie hace unos años por quienes levantaron Siruela, y el sello se nota en el preciosismo de los libros y en las exquisiteces del catálogo. De Turguéniev sólo conocía Los poemas en prosa, y esos esbozos del final de su obra tienen un magnífico y ampliado precedente en estos Apuntes o retratos de personas, paisajes y animales. Me quedo con estos últimos, defendidos con vehemencia en el libro pese a que todos los cuentos tienen como testigo a un cazador. O quizá precisamente por eso. Si Turguéniev se adentra por primera vez para la literatura rusa en el mundo de los siervos, abre también el territorio real del bosque a la imaginación, y pone la primera piedra para un decálogo de derechos de todas las criaturas de la Naturaleza: “Seguro que disparáis a los pájaros que vuelan por el cielo… Y a los animales del bosque. ¿Y no os da vergüenza matar a los pobres pajarillos, derramar sangre inocente?”. Quien habla es una especie de iluminado, cierto, un personaje al que muchos tienen por loco, pero queda esa voz ahí, a mediados del siglo XIX, reclamando una mirada de atención para el mundo animal. Aunque de entre estos seis cuentos (Apuntes de un cazador consta en su edición definitiva de veinticinco) sólo en uno de ellos hay un animal protagonista, las referencias a perros, caballos, pájaros y liebres son impagables. Truguéniev se crió en el campo, fue un siervo quien le inculcó el amor a la literatura, pero el mundo natural le entró sin medida por los cinco sentidos, a juzgar por la fidelidad con la que recoge el gemido de orgullo herido del perro, o cómo el miedo hace audaz a la liebre. La literatura cobra aquí nuevos territorios. El caballo es, sin duda, el animal en la cima de esta jerarquía natural. En los dos cuentos enlazados del final, “Chertopjanov y Niedopiuskin” y “El final de Chertopjanov”, se nos presenta un cuadro muy quijotesco. Los dos personajes del primero de estos títulos parecen una versión rusa del siglo XIX de, respectivamente, don Quijote y Sancho. Su aparición en una escena venatoria ante el narrador es espectacular: Chertopjanov a lomos de un enorme caballo, lleno de hidalguía y no exento de cierto prurito histriónico, y Niedopiuskin detrás, rechoncho y montado en un jamelgo que casi parece degradado a la categoría de pollino. Hay, por supuesto, uno o varios galgos corredores en esta historia, y la Dulcinea de turno, Masha, una gitana de mucha más presencia y carnalidad que la amada cervantina. A diferencia del manchego caballero también, todos estos personajes acaban abandonando a Chertopjanov, quien se ve favorecido por su gran corazón con un último e inesperado regalo: Malek-Adel, un magnífico caballo gris del Don que es la envidia de toda la comarca. El final es trágico, no obstante, con un Chertopjanov disparando su revólver en la frente del animal. La descripción que hace Turguéniev de este horrible acto pone los pelos de punta, y su verosimilitud y dramatismo dejan obsoleta cualquier escena similar en las películas del Oeste. He querido pararme en ella porque esta tarde, en unas horas tórridas sobre Madrid, he visto Expiación, la película basada en la novela de Ian McEwan. Y si bien es un filme igual de plomizo que la tarde, hay una escena muy lograda y realmente apocalíptica. Las tropas británicas esperan a ser embarcadas de regreso a casa en una playa francesa y alguien está matando, con un tiro en la frente, a todos los caballos. Los animales forman en fila, con sus mantas reglamentarias, aparentemente ignorantes del destino que les aguarda por estricto orden de contigüidad. Es un panorama desolador y el resto de la composición, las tropas de infantería en formación entre las olas, los montones de heridos, las cantinas infectas, el delirio y las hogueras no tienen esa carga aterradora de los caballos cayendo por estricto turno sobre la arena. Sólo hay una momento parecido, sin duda un guiño del realizador, cuando un oficial de ingeniería va haciendo lo propio con los carros blindados, que emiten uno tras otro una última nube de vapor desde su motor moribundo. No sólo los hombres perecen en las guerras, parecen decir estas imágenes simétricas. La Gran Guerra, como se conoce también a la Primera Mundial, levantó acta de la defunción del mundo en el que vivía Turguéniev. La ignominia de esos caballos ajusticiados con un tiro en la cabeza, llamado con no poca prepotencia el tiro de gracia, da fe de que el gran escritor ruso no se equivocaba cuando advertía en la voz de un loco sobre el derramamiento de sangre inocente.
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]